lunes, 28 de julio de 2014

La regulación de la natalidad

Hemos dicho anteriormente que el principio de la moral conyugal, que la Iglesia enseña (Concilio Vaticano II, Pablo VI), es el criterio de la fidelidad al plan divino. De acuerdo con este principio, la Encíclica "Humanæ vitæ" distingue rigurosamente entre lo que constituye el modo moralmente ilícito de la regulación de los nacimientos o, con mayor precisión, de la regulación de la fertilidad, y el moralmente recto.

En primer lugar, es moralmente ilícita "la interrupción directa del proceso generador ya iniciado" ("aborto") (Humanæ vitæ 14), la "esterilización directa" y "toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación" (Humanæ vitæ, 14), por tanto todos los medios contraceptivos. Es por el contrario moralmente lícito, "el recurso a los períodos infecundos" (Humanæ vitæ, 16)

Suponiendo que las razones para decidir no procrear sean moralmente rectas, queda el problema moral del modo de actuar en tal caso, y esto se expresa en un acto que -según la doctrina de la Iglesia transmitida en la Encíclica- posee su intrínseca calificación moral positiva o negativa. La primera, positiva, corresponde a la "natural" regulación de la fertilidad; la segunda, negativa, corresponde a la "contracepción artificial".

Toda la argumentación precedente se resume en la exposición de la doctrina contenida en la "Humanæ vitæ", advirtiendo en ella el carácter normativo y al mismo tiempo pastoral. En la dimensión normativa se trata de precisar y aclarar los principios morales del actuar; en la dimensión pastoral se trata sobre todo de ilustrar la posibilidad de actuar según estos principios ("posibilidad de la observancia de la ley divina", Humanæ vitæ 20).

Debemos detenernos en la interpretación del contenido en la Encíclica. A tal fin es necesario ver ese contenido, ese conjunto normativo-pastoral a la luz de la teología del cuerpo, tal como emerge del análisis de los textos bíblicos. La teología del cuerpo no es tanto una teoría, cuanto más bien una específica, evangélica, cristiana pedagogía del cuerpo. Esto se deriva del carácter de la Biblia, y sobre todo del Evangelio que, como mensaje salvífico, revela lo que es verdadero bien del hombre, a fin de modelar -a medida de este bien- la vida en la tierra, en la perspectiva de la esperanza del mundo futuro.

La Encíclica "Humanæ vitæ", siguiendo esta línea, responde a la cuestión sobre el verdadero bien del hombre como persona, en cuanto varón y mujer; sobre lo que corresponde a la dignidad del hombre y de la mujer, cuando se trata del importante problema de la transmisión de la vida en la convivencia conyugal. A este problema dedicaremos ulteriores reflexiones.

San Juan Pablo II

jueves, 17 de julio de 2014

Carta de San Juan Pablo II a los ancianos

Los ancianos ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría, porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros. Ellos son depositarios de la memoria colectiva y,  por eso, intérpretes privilegiados del conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia social. Excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus raíces el presente, en nombre de una modernidad sin memoria. Los ancianos, gracias a su madura experiencia, están en condiciones de ofrecer a los jóvenes consejos y enseñanzas preciosas. 
Desde esta perspectiva, los aspectos de la fragilidad humana, relacionados de un modo más visible con la ancianidad, son una llamada a la mutua dependencia y a la necesaria solidaridad que une a las generaciones entre sí, porque toda persona está necesitada de la otra y se enriquece con los dones y carismas de todos.
“Me enseñarás el sendero de la vida, 
me saciarás de gozo en tu presencia” (Sal 15 [16], 11)

Es natural que, con el paso de los años, llegue a sernos familiar el pensamiento del “ocaso de la vida”. Nos lo recuerda, al menos, el simple hecho de que la lista de nuestros parientes, amigos y conocidos se va reduciendo: nos damos cuenta de ello en varias circunstancias, por ejemplo, cuando nos juntamos en reuniones de familia, encuentros con nuestros compañeros de la infancia, del colegio, de la universidad, del servicio militar, con nuestros compañeros del seminario... El límite entre la vida y la muerte recorre nuestras comunidades y se acerca a cada uno de nosotros inexorablemente. Si la vida es una peregrinación hacia la patria celestial, la ancianidad es el tiempo en el que más naturalmente se mira hacia umbral de la eternidad.

Sin embargo, también a nosotros, ancianos, nos cuesta resignarnos ante la perspectiva de este paso. En efecto, éste presenta, en la condición humana marcada por el pecado, una dimensión de oscuridad que necesariamente nos entristece y nos da miedo. En realidad, ¿cómo podría ser de otro modo? El hombre está hecho para la vida, mientras que la muerte —como la Escritura nos explica desde las primeras páginas (cf. Gn 2-3)— no estaba en el proyecto original de Dios, sino que ha entrado sutilmente a consecuencia del pecado, fruto de la “envidia del diablo” (Sb 2, 24). Se comprende entonces por qué, ante esta tenebrosa realidad, el hombre reacciona y se rebela. Es significativo, en este sentido, que Jesús mismo, “probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15), haya tenido miedo ante la muerte: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa” (Mt 26, 39). Y ¿cómo olvidar sus lágrimas ante la tumba del amigo Lázaro, a pesar de que se disponía a resucitarlo (cf. Jn 11, 35)?

Ciertamente, el dolor no tendría consuelo si la muerte fuera la destrucción total, el final de todo. Por eso, la muerte obliga al hombre a plantearse las preguntas radicales sobre el sentido mismo de la vida: ¿qué hay más allá del muro de sombra de la muerte? ¿Es ésta el fin definitivo de la vida o existe algo que la supera?

No faltan, en la cultura de la humanidad, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, respuestas reductivas, que limitan la vida a la que vivimos en esta tierra. Incluso en el Antiguo Testamento, algunas observaciones del Libro del Eclesiastés hacen pensar en la ancianidad como en un edificio en demolición y en la muerte como en su total y definitiva destrucción (cf. 12, 1-7). Pero, precisamente a la luz de estas respuestas pesimistas, adquiere mayor relieve la perspectiva llena de esperanza que se deriva del conjunto de la Revelación y especialmente del Evangelio: Dios “ no es un Dios de muertos, sino de vivos ” (Lc 20, 38). Como afirma el apóstol Pablo, el Dios que da vida a los muertos (cf. Rm 4, 17) dará la vida también a nuestros cuerpos mortales (cf. ibíd., 8, 11). Y Jesús dice de sí mismo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26).

La fe ilumina así el misterio de la muerte e infunde serenidad en la vejez, no considerada y vivida ya como espera pasiva de un acontecimiento destructivo, sino como acercamiento prometedor a la meta de la plena madurez. Son años para vivir con un sentido de confiado abandono en las manos de Dios, Padre providente y misericordioso; un periodo que se ha de utilizar de modo creativo con vistas a profundizar en la vida espiritual, mediante la intensificación de la oración y el compromiso de una dedicación a los hermanos en la caridad.

Por eso son loables todas aquellas iniciativas sociales que permiten a los ancianos, ya el seguir cultivándose física, intelectualmente o en la vida de relación, ya el ser útiles, poniendo a disposición de los otros el propio tiempo, las propias capacidades y la propia experiencia. De este modo, se conserva y aumenta el gusto de la vida, don fundamental de Dios. Por otra parte, este gusto por la vida no contrarresta el deseo de eternidad, que madura en cuantos tienen una experiencia espiritual profunda, como bien nos enseña la vida de los Santos.

El Evangelio nos recuerda, a este propósito, las palabras del anciano Simeón, que se declara preparado para morir una vez que ha podido estrechar entre sus brazos al Mesías esperado: “Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación” (Lc 2, 29-30). El apóstol Pablo se debatía, apremiado por ambas partes, entre el deseo de seguir viviendo para anunciar el Evangelio y el anhelo de “partir y estar con Cristo” (Flp 1, 23). San Ignacio de Antioquía nos dice que, mientras iba gozoso a sufrir el martirio, oía en su interior la voz del Espíritu Santo, como “agua” viva que le brotaba de dentro y le susurraba la invitación: “Ven al Padre”. Los ejemplos podrían continuar aún. En modo alguno ensombrecen el valor de la vida terrena, que es bella a pesar de las limitaciones y los sufrimientos, y ha de ser vivida hasta el final. Pero nos recuerdan que no es el valor último, de tal manera que, desde una perspectiva cristiana, el ocaso de la existencia terrena tiene los rasgos característicos de un “ paso ”, de un puente tendido desde la vida a la vida, entre la frágil e insegura alegría de esta tierra y la alegría plena que el Señor reserva a sus siervos fieles: “ ¡Entra en el gozo de tu Señor! ” (Mt 25, 21).

Un augurio de vida

Con este espíritu, mientras os deseo, queridos hermanos y hermanas ancianos, que viváis serenamente los años que el Señor haya dispuesto para cada uno, me resulta espontáneo compartir hasta el fondo con vosotros los sentimientos que me animan en este tramo de mi vida, después de más de veinte años de ministerio en la sede de Pedro, y a la espera del tercer milenio ya a las puertas. A pesar de las limitaciones que me han sobrevenido con la edad, conservo el gusto de la vida. Doy gracias al Señor por ello. Es hermoso poderse gastar hasta el final por la causa del Reino de Dios.

Al mismo tiempo, encuentro una gran paz al pensar en el momento en el que el Señor me llame: ¡de vida a vida! Por eso, a menudo me viene a los labios, sin asomo de tristeza alguna, una oración que el sacerdote recita después de la celebración eucarística: In hora mortis meae voca me, et iube me venire ad te; en la hora de mi muerte llámame, y mándame ir a Ti. Es la oración de la esperanza cristiana, que nada quita a la alegría de la hora presente, sino que pone el futuro en manos de la divina bondad. “Iube me venire ad te”: éste es el anhelo más profundo del corazón humano, incluso para el que no es consciente de ello.

Concédenos, Señor de la vida, la gracia de tomar conciencia lúcida de ello y de saborear como un don, rico de ulteriores promesas, todos los momentos de nuestra vida. Haz que acojamos con amor tu Voluntad, poniéndonos cada día en tus manos misericordiosas. Y tú, María, Madre de la humanidad peregrina, ruega por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Manténnos siempre muy unidos a Jesús, tu Hijo amado y hermano nuestro, Señor de la vida y de la gloria. ¡Amén!

San Juan Pablo II (Año 1999)

sábado, 12 de julio de 2014

Sembrar la Palabra

El Evangelio de este domingo nos recuerda la parábola del sembrador. Primeramente Cristo anuncia esta parábola a la multitud concentrada a la orilla del lago y luego la explica a sus discípulos.

La Palabra de Dios es semejante a la semilla que el sembrador esparce para que produzca frutos en las almas de los hombres.

El profeta Isaías ha preparado ampliamente el terreno para comprender la parábola evangélica. He aquí lo que leemos en la liturgia de hoy: "Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo (Is 55, 10-11); así habla el Señor.

Nos hemos reunido este domingo para recitar, juntos, el "Angelus Domini". Deseamos, con esta plegaria, venerar la Palabra de Dios operante en el alma de María de Nazaret.

Queremos honrar a María, en la cual se ha cumplido del modo más perfecto la parábola evangélica, al igual que la profecía de Isaías. ¡La palabra de Dios sembrada en el corazón de María ha producido los más bellos frutos!

Al mismo tiempo, deseamos orar a fin de que la Palabra de Dios produzca sus frutos también en nuestros corazones de acuerdo con la parábola de Cristo. Y a fin de que no vuelva "vacía".

Oremos para que el poder salvífico de la Palabra de Dios sea generosamente acogido en las almas de los hombres. Oremos para que haya buena cosecha sobrenatural en los corazones.

San Juan Pablo II
Ángelus, domingo 15 de julio de 1984 

domingo, 6 de julio de 2014

San Juan Pablo II y la vida humana

En la encíclica “El evangelio de la vida” San Juan Pablo II hizo tres pronunciamientos muy fuertes en contra de la pena de muerte, el aborto y la eutanasia, recordando que sólo Dios es el dueño de la Vida.

Contra la pena de muerte
Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio corazón (cf. Rm 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.

Contra el aborto
Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos … declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.

Contra la eutanasia
En comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio.

martes, 1 de julio de 2014

La santidad (poesía de San Juan Pablo II)

La Santidad

La  santidad es levantar los ojos a los montes;
es intimidad con el Padre que está en el Cielo.
De esta intimidad vive el hombre consciente de su camino,
que tiene sus límites y sus dificultades.
Santidad es tener conciencia de ser custodiados, custodiados por Dios.
El santo conoce muy bien su fragilidad,
la precariedad de su existencia, de sus capacidades,
pero no se asusta, se siente igualmente seguro.
Los santos, a pesar de darse cuenta de las tinieblas que hay en ellos mismos,
sienten que han sido hechos para la Verdad … 

San Juan Pablo II